El manzano

Arturo Molina Burgos
1 min readJun 16, 2018

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Cuando niño solía tener un sueño que casi siempre amenazaba volverse pesadilla. Vivía en Talcahuano, calle Diego Larenas, y esa población, que era la población de mis abuelos, lindaba con otra que llamaban «El Manzano» y que, generalmente, localizaban con un mero «allá atrás». La primera fue construida por la fábrica donde mi abuelo trabajó, sobre potreros y humedales que, después, prevalecieron algún tiempo — a ese sector le llaman Las Salinas, pero nunca vi una salina ni recuerdo que alguien lo haya mencionado — . Mi familia recordaba con nostalgia aquella época en la que aún se podía pasear por ese territorio seudo rural. El continuo avance del cemento sobre el barro trajo consigo nuevas poblaciones y otorgó al humedal restante cierta forma urbana. Los paseos «allá atrás» cesaron. Recuerdo que hablaban de El Manzano como una población peligrosa donde ya no se podía pasear de noche. En efecto, nunca la conocí. Ese espacio me parecía tan incierto como distante y, por más que avanzara con la bicicleta en compañía de amigos, no lograba llegar ni al viejo humedal ni a El Manzano. Esta incertidumbre, ahora lo pienso, acarrea imágenes. Por lo mismo, el sueño que tenía de niño se presentaba como un barrio que llegaba hasta una última calle, fracturada en la periferia, y cuya vereda de enfrente aparecía cubierta por una neblina gris de una dureza arcaica e imprecisa. No podía ver qué había más allá. El Manzano surgía como una abstracción que se alimentaba de todos mis miedos, de todas mis dudas.

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